Por Mercedes Cordeyro
En una calle tranquila de Villa Urquiza, detrás de una fachada anónima de puerta roja, se esconde un universo donde el tiempo parece detenerse. Es el taller de Manuel De Francesco, artista plástico, escultor, docente, y sobre todo, un hombre de una serenidad que se contagia. Visitamos su espacio y compartimos una mañana entre sus obras, testigos mudos de su búsqueda constante.

Hay algo en él que desarma. Su tono pausado, su humildad, su forma de mirar cada una de sus esculturas como si las estuviera viendo por primera vez. “En general me gusta estar solo y trabajo solo —dice mientras camina entre figuras de cemento y arcilla—. Pero hay momentos en que estoy un poco desbordado… como verás, nunca hay tantas obras. Ahora justo estás viendo cuatro grandotas, y eso ya es lo máximo que puedo hacer acá adentro. Más grandes no salen.”
Cada rincón del taller tiene huellas de proceso: yeso, arcilla, bocetos, herramientas, polvo, silencio. “Cuando las hago más grandes tengo que ir a otros talleres. Estas, por ejemplo, son de cemento hueco. A veces necesito ayuda para manipularlas”, cuenta con naturalidad, como si hablara de algo cotidiano.
De La Rioja a las formas del cuerpo
Manuel nació en La Rioja, hijo de una maestra española y un herrero italiano. “Mi mamá era maestra, mi viejo herrero, y en casa siempre había arte. Mi mamá me impulsaba mucho, me regalaba libritos, me llevaba a estudiar dibujo. Creo que desde chico descubrió que tenía cierta inclinación.”
Creció en una familia numerosa: nueve hermanos. “El más grande soy yo, y el único que se dedicó al arte como profesión. Pero tengo hermanos que son herreros, medio artísticos también. En casa la manualidad estaba presente.”
De chico ya mostraba facilidad para lo tridimensional. “Me encanta la pintura, pero tengo una relación malísima con el color y la línea. Siempre me resultó natural modelar. Me das un papel y un lápiz y me siento inútil. Pero con el volumen, con la arcilla, todo fluye.”

Cuando estudiaba en la Escuela Prilidiano Pueyrredón —hoy Universidad Nacional de las Artes (UNA)— un profesor le dijo algo que nunca olvidó: “Todo es dibujar. Bailar es dibujar. Tallar es dibujar.”
“Entonces yo me llevaba un cubo de yeso a la clase de dibujo y lo tallaba. Era mi manera de dibujar”, recuerda riéndose.
A los nueve años su familia se mudó a Córdoba, donde pasó buena parte de su vida y donde sigue volviendo siempre. “Estoy mucho en las sierras, en un pueblito que se llama Villa Giardino, en Punilla. Es un lugar donde me reencuentro conmigo. Tiene algo de esa paz que necesito.”
La síntesis y el movimiento
Terminó la carrera en el año 2000. “Empecé a investigar por mi cuenta, sin saber muy bien de qué manera me iba a meter en esto. Quería que el arte fuera mi profesión. Y lo logré… te juro que fue un milagro. Jamás pensé que iba a vivir de esto.”
En sus primeros años como escultor trabajó mucho la talla en piedra y madera, un aprendizaje que lo obligó a “sacar para que aparezca la forma”.
“Eso me llevó a sintetizar, a geometrizar, a eliminar detalles. Mis primeras esculturas eran casi tótems, muy geométricas, con la figura humana apenas insinuada.”
Pero cuando volvió a la arcilla, su lenguaje cambió. “Mantuve la síntesis y la geometría, pero le sumé movimiento. Rompí el esquema ortogonal y me fui hacia lo que yo quería hacer: la expresión del cuerpo. Más que nada, eso: la emoción del cuerpo.”

De esa exploración surgió “Hombres Niños”, su serie más emblemática. “El personaje no tiene nombre. Es un proyecto que llamé así porque Ana María Campoy, a quien conocí y quise mucho, decía ‘son hombres-niños’. Tienen algo indefinido en la edad, un candor… no sé si fragilidad, pero sí…una ternura. Desde entonces, el 90% de mi obra pasa por esa imagen: el mismo personaje que va mutando y cambiando.”
Cada uno de esos personajes tiene su momento. “Hubo tandas de producción, épocas de efervescencia. Después me dedico a buscar variantes dentro de lo mismo. Ahora estoy en una etapa de cambiar la escala de las obras: agrandarlas, llevarlas a otras dimensiones. Algunas las modifico digitalmente, con la ayuda de alguien que traduce mis manos en la pantalla. Es algo nuevo para mí, pero sigue siendo mi obra.”
Vivir del arte
Hoy Manuel puede decir que vive de lo que ama. Pero el camino no fue inmediato.
“Después de la carrera pasé años medio perdido, sin saber cómo insertarme. En 2005 llevé unas piezas a un local en Recoleta que vendía solo arte. Fui con timidez, casi pidiendo disculpas. Me pidieron obras grandes, y justo era una época en que se vendía mucho afuera, por el turismo y el dólar. Eso me abrió puertas. A partir de ahí conecté con galerías, especialmente en Uruguay.”
Desde entonces, su obra recorrió el mundo: Portugal, España, Suiza, Uruguay. “En Montreux hice una exposición preciosa. También participé en ferias colectivas. Y vendí desde acá para lugares rarísimos. Ya ni sé dónde están algunas esculturas. Tendría que hacer un mapamundi y marcar dónde viven mis obras.”
Pero su vínculo con el público va más allá de lo comercial. “Las exposiciones para mí son celebraciones. La mayoría de los artistas expone para vender. Yo si vendo, buenísimo. Pero lo hago para compartir, para celebrar. Me divierte mostrar algo nuevo, una idea, un rumbo.”
Las redes sociales también se convirtieron en aliadas. “Han ayudado mucho. Hoy tengo un ritmo de ventas sostenido. Pero lo importante sigue siendo crear, disfrutar el proceso.”
El arte como espacio vital
Además de artista, Manuel es docente en la Universidad Nacional de las Artes. “Tengo muchos alumnos por cuatrimestre. Y lo lindo es que no todos buscan vivir del arte. Algunos escriben, otros se van hacia la curaduría o la historia del arte. Es un universo enorme.”
Su forma de enseñar tiene el mismo tono con el que habla: tranquilo, empático, paciente. “Hay algo de mi mamá maestra, creo. Ella me transmitió esa vocación de acompañar.”

Manuel transmite una serenidad profunda. Estar a su lado se siente como bajar un cambio. Hay una coherencia entre su modo de ser y su obra: simpleza, calma, humanidad. El lujo de la sencillez
La celebración de lo nuevo
El 28 de noviembre, Manuel presentará una nueva muestra en una galería de arte de Buenos Aires. Una cita que espera con entusiasmo, más como un reencuentro que como un evento.
“Me gusta conocer gente, me divierte. Y esta muestra es eso: una excusa para reunirnos, para celebrar. A veces las ideas nuevas son apenas una intención, pero compartirlas siempre vale la pena.”
Su taller, lleno de cuerpos suspendidos, gestos quietos y miradas suaves, parece un espejo de su mundo interior. En cada escultura hay algo de él, algo de ese hombre que aprendió a dibujar en el aire, a darle forma al silencio y a celebrar la vida a través del arte.





