Cuando los que mandan se aferran al poder

ABADI1En la vida pública, una persona transita distintas etapas y ocupa distintos roles que hacen al logro del proyecto del que se siente parte.

Todo proceso tiene sus ciclos, y cuando éstos concluyen, sus conductores son sustituidos por otros.

Como una pieza teatral, los procesos tienen un comienzo, un crescendo y una resolución. Pero muchas veces lo que concluye es la ecuación personal del sujeto, mientras la trama de la que forma parte perdura mas allá de él. Así ocurre con el poder en un régimen democrático.

El espacio institucional permanece vigente y estable; es su inquilino el que cambia. Naturalmente, se producen novedades y matices, pero lo esencial se mantiene.

Tanto el que se va como aquellos que lo despiden deben elaborar no sólo racionalmente sino también emocionalmente esta partida. Hay que incorporar y reconocer lo positivo y lo útil entre lo hecho, así como modificar y corregir aquello en que se ha fallado. Es la forma de crecer en libertad.

¿Implica este pasaje un duelo? Sí, claro, pero no el duelo de una muerte civil ni de un ocaso sombrío. El que deja el poder  en una democracia no queda despojado de otras manifestaciones de su potencia política ni debe preparar un viaje al silencio. Al contrario, con todo el aprendizaje cosechado puede iniciar una trayectoria didáctica vital y creadora. No debe ser el cargo lo que otorga identidad y valor, sino que al revés: es la trayectoria lo que habilita a ocupar el poder en una sociedad madura.

En ella, cuando un periodo democrático llega a su fin, los que se van y los que llegan celebran. No entierro sino cambio. La alternancia, que renueva, es la llave del mañana.

Por el contrario, en estructuras autoritarias o dictatoriales no hay exploraciones compartidas, como tampoco dudas, ensayos ni nexos metafóricos. Lo que hay es la apropiación del poder con distintos disfraces. El sujeto se afirma como dueño de una única verdad, que solo él conoce y puede garantizar.

Él mismo debe creer esa ficción omnipotente para sentirse pleno.

Así, proclama que son los demás quienes lo necesitan para sentirse protegidos y guiados. El ideal es un puerto donde él y solo él sabe llegar. No hay viaje, ni distancia, ni movimiento. Lo permanente disuelve cualquier posible transformación. Lo eterno devora el porvenir.

Para los que pretenden tener todas las respuestas, la creatividad y el cuestionamiento se convierten en deslealtad y herejía. Lo nuevo deviene culposo y peligroso, y la repetición es equivocadamente definida como crecimiento. Al disenso se lo bautiza como traición. No hay lugar para ambivalencias ni propuestas, pues lo perfecto no necesita corrección. Cuando esto ocurre, estamos frente a un duelo imposible, es decir, aquel caracterizado por culpas, miedo al castigo y sometimiento.

Como sucede con la caída de los ídolos.

No olvidemos que el espíritu democrático se afirma en lo transitorio y lo generoso; así como en el coraje, el riesgo, los lazos confiables y las leyes suprapersonales. Lo autoritario en cambio se refugia en las apariencias e impide los encuentros y despedidas, aquellas que testimonian esa otredad de los sujetos que no pretenden ser dioses.

Dr. José Eduardo Abadi

Medico-psiquiatra-psicoanalista

jeabadi@gmail.com

www.joseeduardoabadi.com.ar

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